Confesión de una tortuga

Dije tortuga en algún momento lejano, tanto como mi infancia. Y tortugas vi en la playa de la Guaira y en el solar de  la Nona, entre las sombras de las hojas de plátano. Piedras verdosas, móviles montañas, arrugadas y pacientes, eran las tortugas de la costa y de Los Andes.
Tortuga me entendí cuando al compararme con otros, me percaté de que mis ojos percibían con lentitud. Siempre alargando el cuello para acercarme siquiera unos milímetros al mundo de las cosas.
Alguien me dijo y le creí, que para ser maga debía llevar un sombrero de tela almidonada, así que me lo puse. La carga comenzó a hacer mella en mi cuello, ¡pero llevar el sombrero era el mandato! y obedecí.
Con la angustia sobre mi cabeza convertida en sombrero comencé la búsqueda de algo. Un algo que imaginaba cálido, apacible, mío. Más tarde ese algo tuvo nombre: casa, ¡sí, buscaba mi casa!.
Los hechizos se me escurrían por entre el sombrero y las sienes, salpicándolo todo. A veces se dormían entre mis pliegues sin llegar a convertirse en canto, otras se diluían con mi sudor y se emborrachaban de sal…dichosamente en muchas ocasiones los hechizos lograban sembrarse en el camino y crecer frondosos o sencillamente alzar vuelo, como corresponde.
Siempre fui maga, aunque no era consciente de ello y como había puesto la catedral de tela sobre mi cabeza, atribuía la magia a dicho elemento.

Un día en que el calor hacía estragos en mi cuerpo y las arrugas de mi piel se apelmazaban, me quité el sombrero. Primero miré su interior de reojo, luego zambullí en él la mirada y vi que dentro no había nada, ni magia, ni augurios, ni voces, ni liebres o genios. Sentí miedo y rabia por el engaño, mis rugosidades se enarbolaron semejando laberintos de hojilla, me sentí extraviada y preferí creer que lo que veía no era cierto. Pensé -si siempre he llevado el sombrero y no me ha ido tan mal, debe ser que en realidad es eficiente. Quizás no sé ver sus poderes, pero existen-. Así que volví a ponérmelo sobre la coronilla y continué la travesía.
Hoy en una especie de sueño acuoso, he visto la tortuga que soy, y solo así pude sentir plenamente, la brutal carga que significaba aquella catedral de tela. Sonreía pero lucía agotada y el peso empujaba hacia abajo su cabeza, mi cabeza.
Un deseo irrefrenable de liberación, me hizo arrancarle el sombrero. Pude contemplar como su rostro, que era el mío, se hacía tan joven que parecía una sierpe. La magia salía a borbotones por su mirada y en su caparazón se dibujó un ojo azul como una flor.
Ahora la tortuga anda liviana y ha descubierto que a demás de que no necesita sombrero, sin él, puede meter en su caparazón la cabeza.
Declaro por tanto, que este Abril, la tortuga que soy ha encontrado su casa.

Consejo para tortugas y morrocoyitos
No crean a los vendedores de cachuchas, gorras o viseras mágicas. no se dejen poner sombrero por nadie, si se lo ponen ya no podrán meter la cabeza en el caparazón.
Cómanse las hojas y de vez en cuando alguna flor. Gocen del tomate y sus semillas, llénense el morro de su jugo e investiguen sus profundidades. ¡El tomate es un festín! Disfruten de la tierra húmeda bajo las patas, rásquense con las raíces y pregúntenles cómo es la vida subterránea.
Saluden con reverencia a las pasas, que son pequeñas tortugas dulces y a las nueces, que son ancianas tortugas, totalmente cubiertas por el paso del tiempo.
Y por favor, si ven a alguna tortuga patas arriba, denle un empujón cariñoso y firme para que pueda volver a caminar y no se ahogue. Todas las tortugas necesitamos de ese empujón, alguna vez.

Título del escrito: Confesión de una tortuga ©
Título del dibujo: Tortugas de un sueño antiguo © ®
Técnica del dibujo: Papel tratado y teñido a mano con técnica PL y dibujo en tinta
Dibujos y escrito de Isabela Méndez

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