Entradas con la etiqueta ‘intuición’
¡Feliz Navidad!
Que la intuición guíe nuestros pasos.
Que nuestra mirada sea la estrella.
Que nuestras bocas sonrían, sepan amar con palabras y habitar el silencio.
Que haya espacio para el día y la noche cada cual con sus premios.
Que respetemos el vuelo de nuestro pensamiento y que este abra puertas, nos haga más tolerantes y nos permita ver desde nuevas perspectivas.
Gracias a l@s Tintiriter@s por acompañarme a lo largo de este año en el blog. A Ricard por montar con amor todos mis dibujos y escritos, y a la vida por llenarme de asombro a cada paso.
Feliz Navidad y un Año Nuevo lleno de risas y paz.
Título del escrito: «¡Feliz Navidad»
Título del dibujo: «Somos la estrella» (acuarela, tinta y lapiz) ©
@mendezisabela
El beso pictórico
Comparto con los Tintiriteros, o sea los seguidores «DEL VIENTRE DE UN TINTERO», la entrevista que me hizo una muy buena periodista llamada Gemma Tramullas, hace dos días. ¡Espero que la disfruten!.
Puedes leer la entrevista en el siguiente enlace: Isabela Méndez: «Los de ‘Porca misèria’ nunca supieron que yo no veía»
Aprovecho para publicar mi cuento breve “EL BESO PICTÓRICO”,
que aparece al final del artículo de «EL PERIÓDICO».
Ella tenía labios de pincel, él tenía lengua de acuarela. En el cruce de dos calles, se toparon. Allí, en aquel punto del tiempo y del espacio, se quedaron largo rato mirándose a los ojos. De pronto, llamados por un ímpetu pictórico, acercaron sus rostros y se besaron. Al separarlos, tenían ambos una sonrisa pintada en los labios.
Título del escrito: El beso pictórico © ®
Título del dibujo: Después del beso (Técnica mixta) © ®
Dibujo y cuento de Isabela Méndez ®
La brújula dispersa
El dolor, baluarte de punzadas. En él un regimiento de no sé qué criaturas, aporrea tambores que retumban en mis ojos y sienes, ¿acaso no los sienten los demás?
Mis ojos buscan la luz del semáforo y a cambio reciben un vago panorama, en el que no distingo si lo que hay frente a mí, es un cuadro de un impresionista borracho, una obra escultórica demasiado moderna, o la realidad que me impele a participar, y en la cual una vez más arrastrada por los objetivos que debo cumplir, me lanzo. Cruzo la calle confiando en que los peatones son sensatos y han visto la señal en verde…
Voy descubriendo lo que me rodea solo cuando arribo a ello, casi cuándo lo palpo, ¡milagrosamente no tropiezo! Siempre descubro el mundo “justo a tiempo”.
A lo que tengo le llaman baja visión, a esta forma de percibir el universo, que en mi caso es producto de un problema en el nervio óptico, imposible de corregir con gafas.
Era más sencillo durante mi infancia, cuando leer no constituía un requisito y me llevaban de la mano a los distintos lugares. En aquel tiempo, los adultos estaban pendientes de mi llegada, ahora en cambio llegar a un lugar, por ejemplo a un restaurante, es una odisea que la gente de vista normal no imagina. Una vez allí, las siguientes hazañas son: ver lo que hay en la carta, las bandejas que están sobre la mesa, discriminar cuál es el baño de damas…
En mis desplazamientos por la calle llevo lo que denomino una “brújula dispersa”, es decir, una serie de herramientas que me ayudan a orientarme. Con el objeto de distinguir los números de los autobuses, de las calles o ciertos letreros, uso un telescopio de bolsillo, para leer letras pequeñas llevo unas gafas lupa y para protegerme del sol unos lentes polarizados. Mi móvil tiene un programa que me dicta los nombres de quienes me llaman, los diversos menús y los mensajes.
En casa mi brújula la constituye un ordenador adaptado.
He llegado al casting, el dolor de los ojos ha bajado. Quienes allí están no sospechan cómo veo, ya que no llevo bastón, ni anteojos de cristal gordo y mis ojos lucen normales. Una mujer me recibe, yo hago lo imposible por disimular mi ceguera estando muy atenta en el trayecto que realizamos y sonriendo cuando ella me mira. En cierto punto me dice – sigue por este pasillo, en las puertas hay letreros, donde veas Federico Michelena, entra. Yo me he puesto pálida, ¡no puedo leer los letreros!, así que a mi pesar y con el corazón amontonando sus latidos, le digo –oye disculpa, pero no veo bien, ¿tú me podrías acompañar hasta el lugar?–, ella dice –pero los nombres de las puertas son enormes, ¡los verás! –, yo replico –¡No, no los veré!–, se genera un momento de tensión, al final ella cede y de mala gana me acompaña. Entro en el lugar, un sinfín de puertas se vuelven a esparcir ante mi vista, como si hubiera entrado en alguna pesadilla de Kafka, pero con un barniz de glamour porque está plagado de mujeres hermosas, de todas las tallas y colores. Vuelvo a pedir ayuda dando la explicación pertinente y esa persona me pregunta –¿oye, cómo haces para leer los libretos, si ves tan poco?– a lo que respondo –los imprimo con letras muy grandes y memorizo deprisa. Llegamos al estudio de grabación, rezo en silencio, espero que mi intuición, mi instinto y 20 años de oficio, me ayuden a superar este escollo. Los próximos minutos transcurren en un limbo actoral, ese que empieza con los nervios de tener en frente director, productor, camarógrafo, vestuarista y la responsabilidad de encarnar a Ofelia en la audición. Aún así, mis oídos están alerta y he escuchado cada una de las acotaciones que aluden al espacio escénico y las intenciones del personaje.
Con ferocidad me paseo por el lugar apropiándome de la atmósfera, tocando cuanto es posible, ya ha salido a la caza mi bestia, esa que muerde el aire y lo hace verbo, la que mastica el silencio y rasga el vacío. Ese animal que es también vulnerable y tierno, que encuentra en el gesto su guarida. Impregno a Ofelia de todo ello y Ofelia agradecida me da a cambio su verdad, la que nunca le ha confesado a ninguna otra actriz, porque es en la ceguera donde se sabe cómo palpitan las cosas y el mundo. Mi ceguera me permite comprender su demencia, ese estado de sensibilidad profunda, de claridad extrema, en el que si se pierde el norte, el abismo está por dentro.
Su sensibilidad la condujo al suicidio, amada Ofelia, nenúfar de piel.
He dicho los parlamentos entre la consciencia y la inspiración, he podido entregarme dejando de lado el hecho de que me contemplan personas extrañas que fungen de jueces.
Concluyo la escena, me toma unos instantes despedir a Ofelia, que a pesar de su dolor me sonríe y abandona el estudio con paso sereno, altiva.
Todos permanecen en silencio. Descubro que está allí la mujer que me recibió y me condujo ante el laberinto de puertas. El director deja escapar una sonrisa, busca la mirada de la productora, esta le hace una señal de aprobación, pero en seguida lanzan la frase a la que tanto le tememos los actores “Gracias por venir, cualquier cosa te llamaremos”
Yo por el contrario de Ofelia, me aferro a la vida, transito cada día un bosque apasionante. Ver poco con los ojos me invita a percibir otras dimensiones, las que regalo a mis personajes y a mis escritos.
El camino de salida es más sencillo, la memoria me ayuda a atravesarlo y ya no necesito convencer a nadie de que valgo en escena aunque me cueste enfocar la vista, una vez más he cumplido mi faena.
Es en medio de esos pensamientos cuando siento a mi lado la voz de la mujer de la entrada, que presurosa me ha alcanzado y con una sonrisa me dice en voz baja –¡No tendrás que esperar la llamada… el papel es tuyo! No sé cómo lo haces, ¡cómo has logrado abrir la puerta del criterio del director cuando escasamente puedes ver las puertas del estudio…, pero te juro que yo también vi a Ofelia entre tu cuerpo! En la tarde te llamaremos para afinar asuntos de contratación y comentarte el plan de rodaje.
Se hace una pausa mientras me inunda la alegría, la miro a la cara, sigo en silencio, después se me escapa lo siguiente:
–Para abrir puertas no siempre son indispensables los ojos, ni siquiera las manos, sino la clara intención de abrirlas.
Ella asiente, percibo en su mirada una disculpa, entonces pregunta –¿necesitas algo especial para tomarlo en cuenta durante el rodaje? –, yo respondo –solo necesito empatía y un libreto con letras negras muy grandes y gruesas–. Ella dice –de acuerdo, cuenta con ello y por los desplazamientos no te preocupes, ni por los pasillos o puertas, para eso está el departamento de producción, ya lo sabes– concluye sonriendo.
–Sí, lo sé, de todos modos puedes estar tranquila, sé pedir ayuda y en caso de emergencia tengo varios instrumentos para orientarme, los llamo “la brújula dispersa”, quizás algún día te los enseñe.
Ella me acompaña hasta la salida, ambas continuamos el trayecto en silencio, nos despedimos con dos besos y un abrazo inesperado.
Este escrito tiene una importante dosis de ficción pero se sustenta en episodios reales de mi cotidiano. Es una manera de narrar algunas de las experiencias que tengo como persona y como artista, producto de mi baja visión. A quienes no me conocen personalmente pero siguen este blog, aprovecho para comentarles que los dibujos que acompañan mis escritos los hago con un atril especial, lupas y mucha paciencia.
Título del relato: La brújula dispersa © ®
Título del dibujo: Rutas de mi rostro (Lápiz sobre papiro japonés) © ®
Dibujo y relato de Isabela Méndez
@mendezisabela